Infarto del miocardio, la causa de muerte más deseada.
En el transcurso de mi vida he sido testigo de varias muertes por infarto agudo de miocardio. En la primera de ellas tendría unos diez años de edad cuando acudí a una tienda de la colonia donde vivía; el propietario, un hombre de unos 70 años de edad era el clásico viejito barrigón con su eterno chaleco, boina y pipa; era muy atento con su clientela y siempre se encontraba muy sonriente, pero esa mañana fue muy distinto, porque al entrar a su pequeño negocio observé que estaba sentado en una silla mecedora, que colocaba delante del mostrador para ver pasar a las personas o para leer su periódico; sin embargo no estaba haciendo ni lo uno ni lo otro, tenía la cabeza sobre el pecho, dando la impresión de que estaba profundamente dormido. Pero, no era eso, ya había fallecido, por eso no me contestó ni el saludo. La noticia de su muerte se difundió como reguero de pólvora por todo el barrio.
Posteriormente, estando internado y en plena etapa de recuperación de una enfermedad de la que fui atendido en el Hospital Regional “presidente Juárez” del ISSSTE en esta ciudad, de pronto se escuchó un gran alboroto en el pasillo del piso donde me encontraba. Era claro que se trataba de una situación crítica, porque los médicos y enfermeras se movilizaron ipso facto hacia el cuarto donde estaba un paciente relativamente joven y al que después se supo que había ingresado con el diagnóstico de infarto del miocardio. Lo estabilizaron, pero en la noche su esposa permaneció en el pasillo hecha un mar de lágrimas. Traté de calmarla y le expresé que tuviera fe pues estaba en un excelente hospital y en muy buenas manos. Lamentablemente, casi al amanecer del día siguiente otra vez se desató el movimiento del personal y los gritos de éste, dando toda clase de indicaciones y los emitidos por la esposa dada su angustia e impotencia, se mezclaron terriblemente causando pánico y temor entre los pacientes encamados. Finalmente, todo quedó en silencio. El paciente murió. La ciencia médica hasta ahí llegó.
En otra ocasión, don Francisco, “güero pecoso”, con el rostro casi siempre rubicundo, empedernido fumador, de estructura física leptosomática y cuya casa prestó para el banquete de bodas de mi hermana Ana María, un medio día de pronto se puso mal al estar observando el futbol en la televisión acompañado de botana, cerveza y sus infaltables cigarrillos. No tendría más de 40 años cuando esto ocurrió. Su alarmada esposa recorrió en un santiamén los cincuenta metros de distancia entre su casa y el domicilio de mis padres para pedirme auxilio. Con maletín y medicamentos para enfrentar el caso llegue de inmediato hasta su cama donde había podido recostarse. Tenía los ojos bien abiertos, como mirando al techo. No había nada que hacer. Su muerte fue fulminante.
Años más tarde, llegué al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México para documentar mi vuelo de regreso a la Ciudad de Oaxaca. Formado estaba detrás de una familia que con grandes maletas esperaba el trámite para poder trasladarse en plan de vacaciones al Puerto de Acapulco. Cónyuges no mayores de 45 años, con hija e hijo adolescentes. El hombre, que estaba con cigarrillo en la mano, se desvaneció de súbito; como pudo, se incorporó con ayuda de su familia, pero el personal de la aerolínea ya no aceptó que documentaran y solicitó el traslado del jefe de la familia al servicio médico de la terminal aérea. Ahí recibió las primeras atenciones, pero el médico de guardia solicitó una ambulancia aérea para su traslado a un determinado nosocomio. El helicóptero tardó en llegar. En ese lapso falleció el paciente. Fui testigo presencial de la entrega de los zapatos y ropa a sus familiares en una sala de espera adjunta. Fue un momento sumamente desagradable para mí. Estuve ahí porque tenía amistad con el director del servicio médico y había ido a saludarlo, sin pensar que me encontraría de buenas a primeras con esa dramática escena.
A pesar de lo dicho, a la mayoría de las personas les agradaría morir por un infarto cardiaco, pues dicen que es rápido, no se guarda cama y la familia no sufre, no se desgasta y no se quebranta su economía. ¿Usted qué cree?
Posteriormente, estando internado y en plena etapa de recuperación de una enfermedad de la que fui atendido en el Hospital Regional “presidente Juárez” del ISSSTE en esta ciudad, de pronto se escuchó un gran alboroto en el pasillo del piso donde me encontraba. Era claro que se trataba de una situación crítica, porque los médicos y enfermeras se movilizaron ipso facto hacia el cuarto donde estaba un paciente relativamente joven y al que después se supo que había ingresado con el diagnóstico de infarto del miocardio. Lo estabilizaron, pero en la noche su esposa permaneció en el pasillo hecha un mar de lágrimas. Traté de calmarla y le expresé que tuviera fe pues estaba en un excelente hospital y en muy buenas manos. Lamentablemente, casi al amanecer del día siguiente otra vez se desató el movimiento del personal y los gritos de éste, dando toda clase de indicaciones y los emitidos por la esposa dada su angustia e impotencia, se mezclaron terriblemente causando pánico y temor entre los pacientes encamados. Finalmente, todo quedó en silencio. El paciente murió. La ciencia médica hasta ahí llegó.
En otra ocasión, don Francisco, “güero pecoso”, con el rostro casi siempre rubicundo, empedernido fumador, de estructura física leptosomática y cuya casa prestó para el banquete de bodas de mi hermana Ana María, un medio día de pronto se puso mal al estar observando el futbol en la televisión acompañado de botana, cerveza y sus infaltables cigarrillos. No tendría más de 40 años cuando esto ocurrió. Su alarmada esposa recorrió en un santiamén los cincuenta metros de distancia entre su casa y el domicilio de mis padres para pedirme auxilio. Con maletín y medicamentos para enfrentar el caso llegue de inmediato hasta su cama donde había podido recostarse. Tenía los ojos bien abiertos, como mirando al techo. No había nada que hacer. Su muerte fue fulminante.
Años más tarde, llegué al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México para documentar mi vuelo de regreso a la Ciudad de Oaxaca. Formado estaba detrás de una familia que con grandes maletas esperaba el trámite para poder trasladarse en plan de vacaciones al Puerto de Acapulco. Cónyuges no mayores de 45 años, con hija e hijo adolescentes. El hombre, que estaba con cigarrillo en la mano, se desvaneció de súbito; como pudo, se incorporó con ayuda de su familia, pero el personal de la aerolínea ya no aceptó que documentaran y solicitó el traslado del jefe de la familia al servicio médico de la terminal aérea. Ahí recibió las primeras atenciones, pero el médico de guardia solicitó una ambulancia aérea para su traslado a un determinado nosocomio. El helicóptero tardó en llegar. En ese lapso falleció el paciente. Fui testigo presencial de la entrega de los zapatos y ropa a sus familiares en una sala de espera adjunta. Fue un momento sumamente desagradable para mí. Estuve ahí porque tenía amistad con el director del servicio médico y había ido a saludarlo, sin pensar que me encontraría de buenas a primeras con esa dramática escena.
A pesar de lo dicho, a la mayoría de las personas les agradaría morir por un infarto cardiaco, pues dicen que es rápido, no se guarda cama y la familia no sufre, no se desgasta y no se quebranta su economía. ¿Usted qué cree?
No hay comentarios.: