El culto a los muertos, una costumbre milenaria y una bella tradición en México.
Este fin de semana
celebraremos una vez más los tradicionales “Días de Muertos”, tanto en las localidades
del área rural como en las del área urbana de casi todo el país. Podría decirse
que con mayor solemnidad en las primeras, porque casi no hay hogar donde no se
coloque un altar para los “difuntos”, por más humildes que sean sus moradores.
Sin embargo, si bien es cierto que es una costumbre muy arraigada en México, la
realidad es que es más propia de la
clase media y de la más desposeída.
En entidades federativas como
la nuestra, desde principios de octubre ya estamos pensando en la llegada de esos
días, el primero y dos de noviembre. Díganlo si no, ésta es una de las
celebraciones más esperadas en todas las comunidades, por las que cada familia
ha hecho su “guardadito”, que servirá, entre otras cosas, para el arreglo de la
tumba de sus “muertos”, para hacerse presentes en los cementerios con sus ramos
de flores, veladoras y con algún trovador o si se puede, hasta con un trío o
con un mariachi; y en cada casa, para colocar el indispensable altar, con “todo
lo que le gustaba a quien se adelantó en el camino”.
Sí, pondremos nuestros
altares para honrar a nuestros muertos, pero también disfrutaremos de lo que
ellos nos “conviden”; con ello daremos rienda suelta a nuestros antojos, los
que únicamente podemos satisfacer en esta época del año; preludio de lo que
vendrá en diciembre. Así, saborearemos unos ricos tamales, el pan de muerto,
chocolate, algún tipo de mole, calabaza en dulce o en “tacha”, dulce de tejocotes;
y comeremos cacahuates, jícamas, guayabas, cañas y todo lo que se nos ocurra
ponerle al altar.
El rendirle culto a los
muertos es tan antiguo como la humanidad misma. Los estudios de los
paleontólogos nos revelan que el hombre de Neanderthal, que vivió en Europa
hace 40 mil a 100 mil años, ya enterraba a sus muertos y diferenciaba bien entre la vida y la muerte,
así como la creencia en una vida futura. Con la aparición de la escritura en
las primeras civilizaciones, las cuales surgieron hace aproximadamente 8 mil
años, resulta que los sumerios, babilonios y asirios ya concebían la idea de que después de la muerte es
posible la resurrección del alma.
Los
nórdicos construyeron impresionantes megalitos, como los hallados en Escocia,
Gran Bretaña, Irlanda, Francia, en la Península Ibérica y Malta. En sus tumbas
se han encontrado ofrendas de animales, estatuillas, vasijas y diversas
expresiones de culto a los antepasados. Entre los hebreos son clásicas las
tumbas como la que recibió el cuerpo de Jesús de Nazaret y destaca el cuidado
higiénico que se tenía con los cadáveres, a tal grado que a quien hubiera
entrado a la casa de un muerto, se le consideraba impuro durante siete días y
debía de lavarse al tercero y séptimo días con “agua de purificación”, además
de hacer lo propio con su ropa.
Los
egipcios observaron una clara división entre la vida y la muerte; de ahí el
culto y los rituales que rendían a sus muertos. Set era el dios de las
tinieblas y origen de las enfermedades y calamidades, a él se dirigían para
tratar de calmar su ira y con ello lograr la sanación o evitar la muerte. Un
ejemplo lo tenemos en la escena donde el faraón Ramsés le pide a Set que le
devuelva la vida a su primogénito, en la famosa película “Los Diez
Mandamientos” de Cecil B. de Mille. En los Papiros de Ebers, Brughs, Kahun y
Edwin Smith, se describe el culto a los difuntos. Por otra parte, Ka era un
pájaro que representaba al alma y al morir una persona abandonaba su cuerpo.
Finalmente, todos sabemos que los egipcios fueron los mejores embalsamadores de
todos los tiempos, preservando los cadáveres para su viaje al más allá. En
México, las culturas prehispánicas se caracterizaron por las ceremonias
fúnebres en honor de sus muertos.
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