Desempleo.

Entre los factores condicionantes y determinantes de la salud, el empleo, la posición en el m ismo y el salario correspondiente, ocupan un lugar de primerísima importancia. El disponer del primero permite, entre otras cosas, la satisfacción de sentirse útil, de desarrollar las potencialidades físicas y mentales, el talento, las habilidades y las destrezas, de poner en práctica todo el bagaje de conocimientos adquiridos en la formación profesional o técnica y, porqué no decirlo, en la universidad de la vida.

Trabajar y recibir un sueldo se convierte en una dupla inseparable, de tal modo que está implícita la necesidad de recibir algo a cambio por el desempeño de un trabajo. El ideal es que toda persona en edad productiva debiera tener un empleo para su propio desarrollo, de su familia, de su comunidad y de su país. Me refiero a la población comprendida entre los 18 y los 65 años de edad, eximiendo de esta situación a los jóvenes estudiantes de las instituciones de nivel superior, a quienes padecen de alguna deficiencia psicomotora grave o alguna enfermedad terminal.

La realidad es que lo anterior no se cumple, principalmente porque no hay suficientes fuentes de empleo. En ese sentido, el porcentaje de desocupación es muy variable si comparamos países, regiones y continentes. Las cifras oscilan entre el 3 y el 30% de la población. Recientemente, los medios de comunicación dieron cuenta de que existen alrededor de 25 millones de desocupados tan solo entre los países de la Unión Europea. En España, a manera de ejemplo, se maneja una cifra de casi 5 millones de desempleados.
En México, un elevado porcentaje de la población económicamente activa forma parte de las filas del comercio informal, es decir, el ambulantaje, fenómeno social que ha ido creciendo de manera vertiginosa, en los últimos 25 años en casi todas las ciudades del país.

Por otra parte, en nuestro país también se observan dos situaciones contradictorias entre sí, pues mientras que de los recintos universitarios y sus equivalentes, egresan en cada ciclo escolar decenas de miles de profesionales de todas las carreras, ávidos de incorporarse al mercado laboral, por otro lado cientos de miles de jóvenes desertan por múltiples causas de los planteles escolares de los niveles medio, medio superior e incluso superior, viéndose obligados a emplearse “de lo que sea” para poder contribuir a la economía familiar.

En algo convergen ambos grupos: no hay suficientes fuentes de empleo; los que existen no siempre corresponden al perfil del solicitante, además de que los salarios no cumplen las expectativas de quienes desean emplearse. Podría decirse que es más fácil que alguien que no terminó una profesión encuentre trabajo, que quien sí logró concluir sus estudios. Por esa razón no es infrecuente encontrar a quienes concluyeron una licenciatura, e incluso alguna especialidad o maestría, involucrados en empleaos totalmente apartados de su nivel escolar y no pocas veces convergen también en el muy diverso mundo del comercio informal, con quienes apenas terminaron la educación primaria o la secundaria.

El problema de encontrar un empleo se vuelve más difícil para quienes cursan con alguna discapacidad física (invidentes, sordomudos, lesionados de la médula espinal, etc.), personas mayores de la edad solicitada (la edad límite oscila entre los 35 y los 45 años), o cursan con algún proceso morboso que afecta al sistema inmunológico, como es el caso de la infección por el Virus de la Inmunodeficiencia Humana. Además, en todos estos casos el común denominador es el estigma y la discriminación por desinformación, tabúes y perjuicios.

En este mundo tan complicado la pregunta de los empleadores es:¿A quien contratar? Por obvias razones sus vacantes deben ser satisfechas con quienes reúnan el perfil para cada puesto, pero también debe anteponerse el espíritu de solidaridad para los más vulnerables.

Disponer de un empleo, puede significar para todos la posibilidad de sobrevivir y disfrutar de una vida más digna y decorosa, pero principalmente para los últimos.

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