Lucha contra la Lepra. A la memoria de las enfermeras: Asunción González Galván y Rosa Cruz López.


En fecha reciente en un fatal accidente automovilístico perdió la vida la enfermera Rosa Cruz López, responsable del programa de prevención y control de la lepra en los Servicios de Salud de Oaxaca; retornaba de una comisión de trabajo desarrollada en la región del Istmo; falleció, en concreto, en el desempeño de sus funciones. Trágico destino para un elemento en la plenitud de su vida, cuando estaba dedicada a la lucha contra una enfermedad que todavía afecta a la población de 12 municipios de la entidad.

Con anterioridad, otra enfermera, Asunción González Galván, también responsable de dicho programa, falleció en servicio activo, tras sufrir un crónico padecimiento. Su invaluable trabajo estuvo dirigido a una población, donde la pobreza en su máxima expresión  está ligada a enfermedades como la tuberculosis y la lepra.

Estas últimas, emparentadas porque son transmitidas por un  Mycobacterium, son tan antiquísimas que sus orígenes no pueden datarse con precisión. En el antiguo Egipto, las fuentes que se disponen permiten deducir que la lepra ya se había presentado en el III y II milenios a. de C., debiendo habérsele conocido en el Mediterráneo oriental. Las fuentes romanas la relatan en el inicio del cristianismo y en el siglo II de nuestra era estaba extendida por todo su Imperio.

En el siglo IV en casi toda el área mediterránea los enfermos eran aislados en leprosarios; estos se diseminaron por toda Europa, situación que prevaleció aproximadamente hasta el siglo XIII, cuando comenzó su desaparición. Tan solo en Francia llegaron a existir más de dos mil  hacia el año 1225.
Para el hombre medieval la lepra era un castigo divino y la señal de que quien la padecía no llevaba una vida cristiana; se creía que era producto de comida o aire corrompido. En esta época, era frecuente utilizar el término lepra para designar cualquier enfermedad infecciosa que se expresara con alteraciones en la piel y el aspecto repugnante de los afectados conducía a su aislamiento de la sociedad. Mucho tuvieron que ver las decisiones de la iglesia en el destino de los enfermos, como ocurrió durante las asambleas de los obispos en los llamados Concilios de Lyon y de Orleans.

En el exterior de los muros de las ciudades y de los conventos  predominó la idea de considerar al leproso como un ser impuro y por ello se le excluía de su comunidad. La iglesia se encargaba de alimentarlos y se les permitía el derecho de mendigar, siempre y cuando llevaran ropa que los distinguiera y cascabeles o campanillas, así como guantes, para prevenir a los sanos del peligro de contagio.

Todo leproso perdía sus derechos, entre ellos el de protección por parte de la sociedad, tenía prohibido mantener contacto con esta; los solteros no podían contraer matrimonio y los casados debían de abandonar a su familia. Se llegó al grado de celebrar funerales para darlos oficialmente por muertos aunque siguieran vivos. Curiosamente a la lepra se le catalogó, desde la edad media, como  una enfermedad de declaración obligatoria, siendo los párrocos los responsables de este trámite. 

Fue hasta 1873 cuando el investigador Armauer Hansen descubrió a la bacteria causante de la lepra, fundamental para demostrar que es una enfermedad infecciosa. Posteriormente, el bacteriólogo alemán Albert Neisser aisló el bacilo en tejidos afectados, iniciándose la lucha contra este viejo mal, que solo vio coronados los esfuerzos de la ciencia médica hasta muy avanzado el siglo XX, con fármacos eficaces como las sulfamidas.

Actualmente, la lepra no ha sido  erradicada del mundo y afecta alrededor de 15 millones de personas, sobre todo a las de los países en vías de desarrollo de África Central, la India y Latinoamérica.  Se transmite por medio de “gotitas” al estornudar o toser, pero la afección requiere de un periodo de incubación de dos a 15 años. Con las acciones coordinadas por las enfermeras González Galván y Cruz López, la lepra en Oaxaca ha sido controlada y está en proceso de eliminación. Ambas merecen un lugar en la historia de la salud pública de México. Descansen en paz.

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