El 2 de octubre: una herencia maldita.


En el año de 1968, cuando nuestro país se preparaba para celebrar los Juegos Olímpicos en la ciudad de México, surgió un movimiento del que se ha escrito hasta la saciedad, pero a pesar de ello las nuevas generaciones muy poco conocen de aquel acontecimiento, que culminó con la famosa matanza de Tlatelolco el trágico dos de octubre. En parte porque la lectura no es el fuerte de los jóvenes desde hace muchos años y también porque no existe mayor interés por investigar lo que ocurrió en aquella fecha aciaga.

Sin embargo, nada justifica que la conmemoración de ese día sirva para desahogar, mediante el uso de la violencia, toda clase de resentimientos, principalmente contra las autoridades de los tres niveles de gobierno y arremeter, de paso, contra todo lo que se atraviese en el camino a las hordas juveniles, sean inmuebles, vehículos de motor, tiendas de autoservicio y también personas.

Fui uno más de los cientos de miles de estudiantes que vivieron de cerca el movimiento estudiantil, que luego se transformó radicalmente en una peligrosa mezcla de oscuros intereses. Un problema eminentemente escolar, que luego se agravó cuando la fuerza pública tomó las instalaciones  universitarias con lujo de violencia y los ahí pertrechados fueron objeto de aprehensión, lo cual dio lugar a que el propio Rector Javier Barros Sierra declarara violada la autonomía de la máxima casa de estudios del país y abanderara una de las marchas más concurridas que se recuerden en la ciudad de México, en protesta por semejante desatino. 

Aquel día, el de la gigantesca marcha, el recorrido partió de ciudad universitaria, siguió por la avenida de los Insurgentes hasta doblar en la calle de Félix Cuevas; en ese trayecto se le ocurrió a alguien entonar el himno nacional cuando comenzó a llover y todos le seguimos en coro. Posteriormente el contingente dio vuelta por la avenida Coyoacán para llegar nuevamente a la Universidad y una vez reunidos todos alrededor del edificio de Rectoría, el Ingeniero Barros Sierra pronunció un mensaje y arengó a la multitud. Después de este hecho ya nada pudo contener el movimiento, al que fueron sumándose multitud de organizaciones que nada tenían que ver con el objetivo inicial de demandar al gobierno la violación a la autonomía universitaria y la renuncia de los culpables.

El pliego inicial de peticiones se fue modificando de manera perversa por la intromisión de quienes lideraban a los grupos disidentes al partido en el poder y también por los que vieron la oportunidad de manifestarse abiertamente ante las frecuentes muestras de represión de que eran objeto, por un sistema presidencial omnímodo y prepotente,  y los estudiantes nos convertimos en “carne de cañón”.

Cuando el ejército cercó la ciudad universitaria para tomarla, todos los que nos encontrábamos en ese momento quedamos en calidad de detenidos y nos introdujeron en camiones donde normalmente transportaban caballos. 

Terminamos en el Campo Marte, donde nos recogieron nuestras credenciales de identificación. Yo entregué la de la Facultad de Medicina, y las apilaron enfrente de nosotros y no las volvimos a ver;   permanecimos por horas con las manos en la nuca en distintos grupos y muy avanzada la noche un oficial nos sermoneó y dirigiéndose a donde me encontraba, nos ordenó que a paso veloz saliéramos del Campo. Al hacerlo, corrimos como desaforados hasta llegar a la avenida Reforma y de ahí nos dispersamos a nuestros hogares.  De los que se quedaron detenidos no supe jamás que pasó.

Días después ocurrió la masacre de Tlatelolco. He comentado algo de lo que me tocó vivir, pero ahora los jóvenes actúan como cobardes, se tapan el rostro, se conducen como mal nacidos, como engendros del mal. Uno se pregunta quiénes son sus padres, si acaso los tienen, o son verdaderos parias sin destino, sin brújula y sin porvenir. Tal vez, además de los cientos de muertos de aquel día, el peor legado de Díaz Ordaz, Echeverría Álvarez y Corona del Rosal, fue dejarnos la herencia maldita de tener que soportar cada año, la furia desatada de los inadaptados que bien saben lo que hacen y nadie se preocupa por enderezarles el rumbo.

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