Haití, el rostro de la muerte.


Apenas dejamos atrás el año viejo y brindamos porque nos vaya bien y tengamos salud en el 2010, cuando ya nos hemos estremecido con terribles noticias como la muerte del prominente hombre de negocios Moisés Saba Mesri, varios miembros de su familia y el piloto que conducía el helicóptero que se vino abajo en las goteras del Distrito Federal. Casi al mismo tiempo sucedió otra tragedia, con seis víctimas, pero en inmediaciones del Nevado de Colima, donde finalmente pereció un conocido comunicador.

Además, supimos de la ola de ejecuciones en el norte de la República a pesar de los operativos del Ejército Mexicano y de las diversas corporaciones policiacas. Pero la noticia que más nos ha estremecido y conmovido ha sido el devastador terremoto al que fue sometido uno de los países más pobres del mundo.

Las escenas que ha transmitido la televisión de las consecuencias del violento sismo que sacudió a Haití, son verdaderamente pavorosas y muy tristes; tales efectos nos hacen recordar lo insignificantes que somos. De por si nuestro planeta es tan solo un punto en el universo, que se pierde en su inmensidad, acontecimientos como el que nos ocupa aniquila de cuajo nuestra soberbia y nos invitan a ser más humildes y más solidarios entre nosotros, la raza humana.

Solidaridad como la que una vez más brota como por encanto y se traduce en inusitada dinámica de ayuda internacional, la que ahora está siendo coordinada por el ejército norteamericano en el aeropuerto internacional de Puerto Príncipe, la capital del sufrido país isleño. De los cinco continentes se ha desplazado el apoyo, que se traduce en cientos, miles de toneladas de infinidad de suministros: alimentos, agua, medicamentos, material de curación, vacunas, utensilios de cocina, cobijas, ropa, colchonetas, plantas de energía eléctrica y de purificación del agua, hospitales móviles, ambulancias, helicópteros, etcétera,  y un creciente y muy variado contingente humano de profesionales y técnicos de múltiples disciplinas y especialidades, principalmente médicos y enfermeras, ingenieros, expertos en búsqueda y rescate de víctimas, acompañados por perros entrenados para tal fin.
Hay que agregar los cientos de voluntarios que se han sumado a los locales para asumir la tarea titánica y desgastante de la búsqueda y rescate de víctimas, traslado de heridos, asistencia social como la que se brinda en los improvisados campamentos e incluso en la tarea muy ingrata de mover los cadáveres y llevarlos para su depósito en fosas comunes de impresionantes dimensiones o a otros sitios para su incineración.

Al territorio que comparten la República Dominicana y Haití, por las vías aérea y marítima está llegando la ayuda internacional como nunca antes quizás. Dicho movimiento de naves y embarcaciones de todo tipo, ha puesto a prueba la capacidad humana para coordinarse en medio del tremendo caos posterior al desastre. Lo difícil ahora es y será por un buen tiempo, el manejo de tanta ayuda para los millones de damnificados. Lo peor y más lamentable es que ahora se mueran por deshidratación y por carencia de alimentos o por falta de atención médica y medidas de prevención de enfermedades infecciosas. La historia de las grandes catástrofes de la humanidad nos demuestra que una y otra vez, hemos cometido los mismos errores de organización en la atención de desastres.

 Si no se ha modificado lo expresado por la OMS desde hace décadas, conviene recalcar que la presencia de cadáveres en la vía pública y en el interior de los inmuebles colapsados, de ninguna manera generará epidemias, pero los fétidos olores que despiden por su descomposición requieren de un urgente tratamiento sanitario. Hay que sumar los cuerpos de los animales domésticos que también cuentan. Además, el efecto psicológico que producen coadyuva al incremento de los casos de depresión y de desánimo de la colectividad.

Las epidemias en los campamentos ubicados en el territorio de Haití o en su frontera con el país vecino, son una de las más graves amenazas en el corto plazo. Apoyemos en lo posible para paliar en algo su desgracia.

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