Los enfermos mentales olvidados.
La presencia de hombres y
mujeres con una clara evidencia de enfermedad mental, recorriendo, sin rumbo
fijo nuestra ciudad, es cada día más evidente. Podría decirse que ya forman
parte del paisaje urbano y que, hasta cierto punto es normal verlos deambulando,
lo mismo en las calles y avenidas de la periferia que en el centro histórico.
A diferencia de los demás
transeúntes no sólo visten con ropa sucia y andrajosa, sino que además, con
frecuencia se les ve de plano semidesnudos mostrando sus genitales o sus
glúteos, ya sea al caminar o al estar dormidos donde les da la gana, sino,
además, es patente su desaliño y un completo abandono de su persona,
caracterizado por los más variados olores que puede expedir un cuerpo humano
cuando no se ha bañado por mucho tiempo.
Los hay que caminan sin
emitir palabra alguna y por el contrario
otros lo hacen mediante un monólogo intermitente; o se dirigen a base de
gestos y leperadas a los que tienen la suerte de pasar frente de ellos en una
actitud francamente provocadora. Unos no llevan nada en las manos, pero hay
quienes cargan para todas partes con una increíble cantidad de bolsas repletas
de no se sabe que y toda clase de objetos, los que por las noches acomodan a su
alrededor. No es raro encontrar a las mujeres “lavando” su ropa en las fuentes
citadinas, la que luego acomodan en las mismas para que se sequen, ofreciendo
un espectáculo muy suigéneris.
Es posible observarlos con la
mirada perdida, pero saben orientarse, pues difícilmente son atropellados por
algún vehículo de motor al atravesar una calle, deteniéndose ante la luz roja del semáforo como lo hacen
las personas normales. Asombrosamente sobreviven gracias a su instinto de
conservación, pepenando aquí y allá toda clase de restos de alimentos y de
bebidas embotelladas. Algunos ejercen presión para obtenerlos en los tianguis o
en los mercados y no faltan personas bondadosas que se los prodigan de muy
buena gana.
Esto que comento no es nada
nuevo, pues ya el Dr. Guido Belsasso, reconocido neuropsiquiatra mexicano,
expresa que en la época de la Colonia, los dementes, mal alimentados y
semidesnudos, deambulaban por las calles o eran alojados en las cárceles. Es,
en esa época, cuando la vieja España se adelantó a otras sociedades de
Hispanoamérica al tomar bajo su cuidado a tales pacientes.
Antes de la llegada de los
españoles los aztecas ya habían distinguido y descrito algunas enfermedades
mentales como las formas de locura furiosa y de locura tranquila.
El primer hospital en el
continente dedicado a tales enfermos fue el de San Hipólito, fundado en 1566 en
lo que hoy es la ciudad de México, por Fray Bernardino Álvarez Herrera; luego
se crearía el Real Hospital del Divino Salvador en 1698. En los siguientes
doscientos años se fundaron otros establecimientos en la capital del país y en
algunos estados del centro de la República, unos de caridad y otros de tipo
privado. Es hasta 1910 cuando el General Porfirio Díaz, Presidente de México,
inaugura el famoso Manicomio de la Castañeda, que llegó a albergar hasta tres mil
enfermos y sirvió al país por más de cinco décadas.
En los años sesentas se
construyen seis de los llamados hospitales granja, uno de ellos en Reyes
Mantecón, Oaxaca, el cual fue inaugurado en 1964, como parte de un plan de
reforma de la atención hospitalaria especializada, dirigido y coordinado por la
entonces Secretaría de Salubridad y Asistencia.
Actualmente el avance de la
medicina psiquiátrica es impresionante si se le compara con lo que ofrecían
dichos nosocomios en esa época y ya no es necesario mantener a todos los
pacientes las 24 horas en hospitalización. Muchos de ellos alcanzan su
recuperación y control. El meollo del asunto radica en los enfermos que
deambulan en las calles, olvidados por su familia, traídos tal vez a nuestra
ciudad de otras entidades. En 1997 la OPS recomendó a nuestro país el
establecimiento de medidas legales para la protección de los derechos humanos
de dichas personas.
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