Salud Pública e Independencia.
La celebración del inicio de
nuestra independencia en 1810, ha dado motivo para que no pocos escritores y
columnistas se dieran a la tarea de investigar la muy variada información que
existe en las diversas fuentes de la misma y así, de esa manera, estar en
posibilidad de ofrecer a sus lectores algo “diferente” a lo que conocemos la
mayoría de los mexicanos. De ahí que ahora podamos encontrar textos y libros
donde aparecen en escena nuestros héroes, pero de “carne y hueso”, despojados
de la máscara y del sólido bronce de sus estatuas, con las que la historia
oficial nos ilustró desde que estudiamos la instrucción primaria.
He hecho esta observación
para justificar el título y contenido del presente artículo, el cual tiene como
objetivo destacar las medidas sanitarias que se dirigían a la población
alrededor del inicio de la lucha insurgente por la independencia de México.
Entrando en materia, es importante mencionar que las enfermedades
infectocontagiosas fueron los principales problemas de salud en Hispanoamérica
durante los siglos XVI, XVII y XVIII. Así, la fiebre amarilla, influenza,
viruela, tifo exantemático, disentería y otras diarreas de origen infeccioso,
sarampión, tosferina, cólera, lepra, tuberculosis, infecciones respiratorias
agudas y la malaria o paludismo, fueron las principales calamidades que
diezmaron a los habitantes autóctonos, a los de origen europeo y africano y a
los nacidos de la mezcla de todos ellos. Casi todas fueron traídas por los
conquistadores y sus esclavos.
En la Nueva España la salud
de sus habitantes era minada, además de las anteriores enfermedades, por las
complicaciones de las heridas de toda clase, accidentes, mordeduras de
serpientes, presencia de “niguas que se alojan entre la carne y la piel”, picadura
de las sanguijuelas y los efectos de la desnutrición; esta última se acentuaba
por la marginación social y los trabajos forzados a que eran sometidos los
indígenas. No eran raras las defunciones como resultado de los fieros combates
entre nativos y colonizadores.
Para combatir y evitar “las
pestes” se recurría a la observación, y por sentido común se evitaba de alguna
manera el contagio, sugiriéndose el alejamiento de los sitios “contagiosos”, el
aislamiento de los enfermos y la práctica de medidas de tipo profiláctico como
lo fue la aplicación de la cuarentena. En toda Hispanoamérica era recomendable
que los espacios físicos donde se
alojaba a los enfermos, se localizaran lo más retirados de las aldeas y poblaciones
y de que su ropa se lavara por separado. Se procuraba que los cadáveres de
enfermos contagiosos se enterraran profundamente y de ser posible se les
impregnaba de cal viva aún antes de colocarlos en cajas o ataúdes, para evitar
el contagio o infección del aire. Cuando se sospechaba de enfermos contagiosos
en alguna embarcación, ésta era objeto de inspección, se le sometía a
cuarentena y aquellos eran aislados.
Como expresan Guillermo
Fajardo Ortiz y Yolloxóchitl Ferrer Burgos (Gac Méd Méx Vol. 138, No. 6, 2003),
el abasto de agua limpia y la eliminación de aguas sucias no era lo habitual, a
pesar de existir en algunas ciudades acueductos, cañería y desaguaderos, los
que no pocas veces estaban en malas condiciones de higiene y operación. La
recolección de basura, residuos y desperdicios era ocasional, favoreciéndose la
presencia y proliferación de ratas, ratones, moscas, mosquitos y cucarachas;
además, los desperdicios de los vecindarios no se alejaban de manera oportuna,
dejándose acumular basuras y desechos cerca del vecindario.
A propósito del
aprovisionamiento de agua para beber, el fraile franciscano Francisco de
Tembleque, preocupado por su carencia promovió la construcción de un gran
acueducto en el centro de la Nueva España en 1540, el cual tardó 17 años para
concluirse. En 1620 se complementó la obra anterior con un canal que contaba
con 900 arcos de piedras, argamasa y ladrillo, y tenía cinco metros de altura.
Para evitar inundaciones que se relacionaban con la aparición de enfermedades
se construyeron diques, zanjas, muros, compuertas y albarradas, lo que se
constituyó en la obra magna del desagüe de la capital de la colonia.
Por otra parte, se creía que
las epidemias, así como otras calamidades sociales eran castigo de Dios, de
modo que para evitarlas se recurría a rezos, ruegos y procesiones. En otro
orden de ideas, los datos de población, defunciones, nacimientos y enfermos,
así como de los médicos, trabajadores de
los incipientes servicios de salud, camas de hospital y la información de las
prácticas y cuidados médicos a veces se registraban, pero no era clara su
utilidad como lo es en la actualidad. Los datos sobre nacimientos, bautizos,
matrimonios, defunciones y sepulturas se inscribían en los templos católicos,
pero no siempre se hacía. No se registraba la fecha de la muerte ni el
padecimiento que la había causado.
Notas importantes de tipo
médico-social de la Nueva España fueron dadas a conocer al concluir el siglo
XVIII por el virrey Juan Vicente de Güemes- Pacheco y Padilla, conde de
Revillagigedo. La instrucción a su sucesor, que tuvo carácter de
reservado, fechada en 1794, presentaba aspectos demográficos, situación
socio-económica, enfermedades predominantes, problemas educacionales, etc.
En conclusión, en 1810 se
recurría a prácticas racionales para el control de las enfermedades
transmisibles, pero también a disposiciones poco efectivas, pues no existía una
disciplina o una metodología para su control sanitario asistencial. Habría de
pasar más de medio siglo para que se conocieran el método inductivo experimental
y la microbiología, por lo que es obvio que no se comprendía, ni existían
conocimientos eficaces sobre la prevención, origen y difusión de dichos
padecimientos. Eso explica la elevada tasa de mortalidad y la pobre esperanza
de vida al nacer.
No hay comentarios.: