Cólera: una amenaza anunciada en Haití.

El 20 de enero, esta columna se publicó con el título “Haití, el rostro de la muerte”. Habían pasado ocho días desde que el país más pobre de Latinoamérica había sido afectado por un terremoto, que causó alrededor de 200 mil defunciones, 250 mil lesionados y más de un millón de personas sin hogar, considerándose como una de las catástrofes humanas más graves de la historia.

En la fecha que se cita, en el último párrafo expresé textualmente: “Las epidemias en los campamentos ubicados en el territorio de Haití o en su frontera con el país vecino, son una de las más graves amenazas en el corto plazo. Apoyemos en lo posible para paliar en algo su desgracia”. Pues bien, esta semana que acaba de transcurrir los medios de información nuevamente se ocuparon de Haití, al declararse oficialmente un brote epidémico de Cólera con más de 3000 personas hospitalizadas y cerca de 300 defunciones. Se cumple fatalmente mi pronóstico, que obviamente no fue el único, porque todo médico con un mínimo de conocimientos sobre epidemiología seguramente pensó lo mismo.

El Jefe de Estado del lastimado país, René Préval, declaró el fin de semana que la enfermedad no tenía un origen local, es decir, que venía del extranjero. Como sea, el gravísimo problema de salud pública está ahí y de no tomarse las medidas sanitarias y epidemiológicas que amerita la epidemia, el número de víctimas podría extenderse a los campamentos de cientos de miles de inocentes que han visto pasar todo el año sin que puedan vivir bajo un techo seguro y en condiciones de salubridad apropiadas. 

Ya se aplica el llamado cerco epidemiológico por las autoridades de salud, con el apoyo de la propia OMS, pero dada la enorme cantidad de personas que se encuentran con todos los factores condicionantes en contra, no sería extraño que la epidemia rebase sus posibilidades reales de atención y control. De ahí que se requiere de un enorme esfuerzo, pero bien planificado y con la participación de la comunidad de manera organizada. No estaría por demás que nuevamente la ayuda internacional se hiciera presente, sobre todo con la asistencia de personal médico y paramédico con experiencia en el manejo clínico y epidemiológico de los casos de Cólera; en ese sentido, nuestro país dispone de ese personal, porque ya vivimos en la última década del siglo XX la onda epidémica de una enfermedad que recorrió una buena parte de la República Mexicana, incluido nuestro Estado.

El Cólera afecta primordialmente a la población que vive en condiciones muy precarias, donde la falta de higiene es el común denominador. Históricamente hay registros de su existencia en el Tíbet y en la India desde el siglo IV a.C. Hay una inscripción en un templo de esa época que la describe de manera impresionante: “Los labios azules, la cara macilenta, los ojos hundidos, el estómago sumido, las extremidades contraídas y arrugadas como por obra del fuego: estos son los signos de la gran enfermedad que, invocada por una maldición sacerdotal, baja a matar a los valientes”.

Dicha descripción coincide con una gran precisión con lo que le sucedió a William Sproat, un hombre que a sus 60 años irradiaba salud y se dedicaba al transporte de carbón en un lanchón en Sunderland, Inglaterra en el otoño de 1831. Aunque se charlaba en las tabernas de la localidad que el mal ya había llegado a las islas británicas procedente de Europa, en una ola impresionantemente expansiva desde el continente asiático, la población en general no daba crédito a lo que consideraba meras especulaciones. Sin embargo, Sproat enfermó y durante casi una semana tuvo molestias abdominales y accesos de diarrea hasta el grado de no presentarse a trabajar; el fin de semana volvió a padecer calambres, escalofríos y diarrea. Su médico tratante comentó que había evidencias de empeoramiento, el pulso del paciente era casi imperceptible, sus extremidades estaban frías, la piel reseca, los ojos sumidos y los labios azulados; las facciones se le habían contraído, hablaba susurros, los vómitos y evacuaciones eran violentas, tenía acalambradas las pantorrillas y su estado general era de total abatimiento y postración. Otros médicos lo vieron y coincidieron: Sproat había contraído el temible mal; éste entró en coma y falleció el miércoles siguiente. Un día después su hijo y su nieta fallecían con los mismos síntomas. El Cólera era una realidad en Inglaterra.

Hasta ese momento en que William Sproat entró a la historia de la epidemiología de su país y del mundo, se desconocía por completo cómo pasaba de un país a otro, y si era contagioso, pues la enfermedad solía desafiar el modo de contagio habitual. ¿Dónde estaba el causante del mal: en la atmósfera, en la humedad, en el clima? Fue tal el terror que despertó en Europa y luego en Canadá y los Estados Unidos, que los médicos llegaron a declarar abiertamente que “no conocían absolutamente ninguna otra enfermedad en que se manifieste la extrema impotencia de la ciencia médica como en el Cólera”, recurriendo a los tratamientos más inverosímiles que se puedan pensar, pero sin éxito alguno.

Las clásicas investigaciones de John Snow después de que el Cólera volvió a Inglaterra entre 1848 y 1849, dejando una estela de 130 mil muertos, y nuevamente en 1854, lograron situar su forma de transmisión por medio de las fuentes de agua contaminada por el agente causante. Ese descubrimiento y sus recomendaciones en materia de saneamiento, fueron la enorme aportación de Snow a la humanidad, a quien se le conoce como el “Padre de la Epidemiología”. En 1883 el bacteriólogo alemán Robert Koch descubrió el bacilo causante y en el siglo pasado se produjeron los antibióticos que lo eliminan. Ya existe una vacuna pero de eficacia limitada; mientras persistan condiciones como las que existen en Haití, de hacinamiento, deficiente alimentación e insalubridad, el Cólera continuará con su cauda de muerte como una sombra siniestra.

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