El buen médico.


A propósito del próximo Día del Médico, uno de los viejos problemas por los que ha transitado la medicina ha sido la formación de buenos médicos. Al respecto,  fray Bernardino de Sahagún llegó a la conclusión, luego de preguntar a sus informantes indígenas, cómo se podía definir a un buen médico, que “un buen médico  siempre debiera ser un médico bueno, que debe sumar a sus conocimientos teóricos y prácticos el evitar causar daño a sus pacientes,  actuando siempre en su beneficio”.

En la segunda mitad del siglo XVI, Martín de la Cruz, redactor del famoso códice De la Cruz-Badiano y posteriormente Juan de la Fuente, quien profesó por vez primera la cátedra de medicina en México, fueron el prototipo del médico indígena y del europeo, cuyo denominador común es el beneficio que ha de procurarse al ser humano que sufre con motivo de una enfermedad, lo que requiere de una actitud que conjunte conmiseración, voluntad de servicio, empatía y confiere una dimensión humana que es propia del médico, otorgándole un sello de calidad.

Martín de la Cruz, quien llegó a gozar de un amplio reconocimiento, incluso del mismísimo virrey don Luís de Velasco, quien le otorgó una licencia para ejercer en todo el territorio de la Nueva España, no recurrió a ningún libro de medicina para aprender el arte de curar, pues abrevó de los milenarios conocimientos prehispánicos transmitidos de padres a hijos, de generación en generación. Llegó a ser el médico de los niños de la nobleza indígena que acudían al Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco y por sus excepcionales dotes y experiencia fue examinador de los naturales que mostraban interés por la medicina.

Por otra parte, Juan de la Fuente ganó por oposición la primera cátedra de medicina como ya se dijo, habiéndola ocupado por más de tres lustros, fue varias veces protomédico del Ayuntamiento de la ciudad de México, visitador de boticas, médico del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, atribuyéndole, además, el haber realizado autopsias en el antiguo Hospital de Jesús con el fin de conocer la causa de una epidemia más del terrible cocoliztle ocurrida en 1576.

En un gran salto hasta mediados del siglo XIX en nuestro país, los médicos de prestigio invariablemente atendían a los enfermos pobres con tanto cuidado como el que procuraban a los de su clientela privada y como lo hacían en los  hospitales públicos, donde prestaban sus servicios casi siempre de manera gratuita, considerándose el lugar de elección para desarrollar el proceso enseñanza aprendizaje y para poner en práctica los nuevos descubrimientos y observaciones, en resumen, en el lugar donde se ejercía la medicina más avanzada. Atrás habían quedado el asilo y el hospital a donde se iba a bien morir y a ser objeto de caridad.

En nuestros días el perfil del buen médico ha observado cambios sustanciales, pues  cada vez más  debe demostrar que tiene vastos conocimientos y que puede practicar acciones complicadas para establecer un diagnóstico, determinar estudios complementarios, emitir su pronóstico, prescribir el tratamiento apropiado y, si procede, realizar una intervención  quirúrgica. El nuevo modelo de médico lo conduce a optar, de acuerdo a sus aptitudes y preferencias, por alguna especialidad médica o quirúrgica y debe poseer un conocimiento básico del amplio mundo de la medicina. Ha de conducirse como un científico, pues requiere conocer los últimos avances de la profesión y no únicamente de sus aplicaciones prácticas.

En palabras textuales del Maestro Carlos Alfonso Viesca Treviño, Jefe del Departamento de Historia y Filosofía de la Facultad de Medicina de la UNAM, autor del artículo “La formación del buen médico. La historia y el porvenir”. Rev Fac Med UNAM Vol. 49 Supl.1, Núm. 3 Mayo-junio 2006,… “Las escuelas y facultades de medicina tienen ante sí como reto primordial el resolver la manera de formar este tipo de nuevos médicos, y se han aplicado a ello cada vez con mayor celo e interés. Lo que debe saber un médico ha aumentado de manera inconcebible. Son miles, decenas de miles, las páginas que se publican anualmente en revistas y libros médicos, ofreciendo nuevos conocimientos, discutiendo los ya adquiridos o su importancia y trascendencia y aún los detalles en cuanto concierne al proceso de investigación.

Es evidente que ningún humano puede leer, año con año, día con día, tal cantidad de información, de la misma manera que es claro que ninguna escuela o facultad de medicina en el mundo puede ser capaz de incluir en sus programas de estudios o de actualización la totalidad de los conocimientos recientes. Esto conlleva un cambio de actitud en cuanto a lo que se enseña y su relación con lo que se debe enseñar y también en cuanto a lo que se aprende y lo que se debiera aprender. El problema de transmitir directamente el conocimiento al médico en formación se tamiza hacia un único recurso que queda viable, que es el reducir al mínimo el conocimiento transmitido para centrar los esfuerzos en enseñarle a aprender.

Las escuelas y facultades de medicina primordialmente deben resolver la manera de formar este tipo de nuevos médicos. El buen médico, no lo olvidemos, debe ser un médico bueno y también un ser humano bueno; no puede ni debe darse el lujo de prescindir de la responsabilidad que entraña su ejercicio profesional, la entrega sin regateos de tiempo ni de esfuerzo, la compasión y la solidaridad para con sus pacientes, el respeto por sus valores, la congruencia moral, en fin, la capacidad para responder a las necesidades existenciales que se derivan de la enfermedad, del proceso de recuperación y convalecencia o, contrariamente, del camino inevitable hacia la muerte. Si además de saber medicina, de estar actualizado, no responde a este imperioso llamado de humanidad, no podrá nunca llegar a ser buen médico.” Fin de la cita.

Tal es el desafío para nuestras dos Facultades de Medicina y Cirugía recién acreditadas.

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