Manny Pacquiao vs Antonio Margarito.


Por la noche del sábado pasado acompañé a mis hijos varones para ver la transmisión por televisión de la pelea de box que tantas expectativas provocó  desde la firma del contrato respectivo por ambos contendientes. Se trataba nada más y nada menos que el combate por el título vacante  de la categoría súper welter del Consejo Mundial de Boxeo, entre el tijuanense Antonio Margarito y del exitoso filipino, siete veces campeón mundial en diferentes categorías, Manny Pacquiao (Emmanuel Dapidrán Pacquiao), mejor conocido como “Pac-man”. No había vuelto a ver una pelea sabatina desde que… Pacquiao ofreció una exhibición de poderío al desmadejar, primeramente al Puertorriqueño Miguel Coto y luego al ghanés Joshua Clottey.

A decir verdad, desde que transcurrió el primer round les hice la observación a mis hijos de que el mexicano se veía sumamente temeroso, totalmente petrificado, con una guardia propia de un púgil a la defensiva, encorvado y sin agilidad en su andar por el cuadrilátero, y con una cintura inamovible; en cambio, el de enfrente salió como nos tiene acostumbrados, con un excelente movimiento de piernas, con la vista fija en el adversario y con los puños  desatados, ofreciendo una gran variedad de golpes sin misericordia, con tino de apache, deleitándonos con una verdadera demostración de la majestuosidad de su ataque, lo que yo llamaría el plus del boxeo ortodoxo, verdaderamente impactante y refinadamente destructivo.

Quienes contemplamos el derrumbe estrepitoso de nuestro compatriota no tuvimos otra cosa que hacer, que quitarnos el sombrero y hacer caravana al grandioso esteta del ring que luego de 12 sufridísimos rounds para Margarito, pasó a convertirse en otra leyenda del boxeo mundial al conquistar su octavo cinturón y de paso sumar su 13ª victoria al hilo y pasar por encima del noveno mexicano que osa enfrentársele. Dicen los que acostumbran llevar la contabilidad golpe por golpe, que de los casi 480 que le tupió Pacquiao a Margarito, más de 100 entraron directamente en su cara, dejándole el rostro tumefacto y desfigurado, con un gran hematoma que le cerraba el ojo derecho, el izquierdo totalmente hinchado y una herida que le sangraba sin parar debajo del párpado inferior de ese mismo lado. Al otro día nos enteramos que el perdedor fue llevado al hospital donde le diagnosticaron una fractura del cráneo a nivel del arco superciliar derecho.

También supimos que dicha función boxística fue transmitida no sólo a México, Filipinas y los Estados Unidos de Norteamérica. Millones de almas la siguieron palmo a palmo, minuto a minuto en otras latitudes del planeta. Una vez más los zorros de las empresas que organizan estos eventos le dieron al clavo. Agotaron previamente las estrategias de mayor contundencia para mediatizar el encuentro y se llevaron a la bolsa otra gran fortuna. Obviamente los pugilistas se llevaron lo suyo, pero no tiene punto de comparación.

Por lo pronto Margarito ya puede, supuestamente, dejar el boxeo para siempre, pues sus utilidades netas en pesos mexicanos, bien administradas, le pueden servir a sus hijos y a sus nietos para que lleven una vida de confort. Y qué decir de Pacquiao, quien ya avizora su retiro luego de otras dos peleas en el futuro próximo. Él quiere dedicarse a la política en su país y ya tiene recursos económicos de sobra para hacer realidad el dicho aquel de Carlos Hank González: “un político pobre es un pobre político”.

Lo lamentable de esta pelea fue que, mientras Pac-man volteaba hacia el réferi para que se apiadara de su contrincante, como diciéndole ¿lo sigo lastimando?, el otro, los jueces y los médicos de la arena, ni en cuenta, como se expresan los jóvenes de hoy. No se necesitaba ser un experto para observar y determinar que el mexicano estaba muy deteriorado física y anímicamente desde la primera mitad de la desigual contienda. Todavía los conductores del canal televisivo lo lanzaban al ataque, enardecidos por uno que otro golpe que poco daño causaron al filipino al final de cuentas, hasta que por fin comprendieron que no tenía ningún caso mantener lo que yo denominé un entrenamiento de lujo, pero salvaje, de Pacquiao.

El boxeo amateur o profesional es un deporte más, pero yo diría que forma parte de los que son extremos o de alto riesgo. Quien se arriesga a tomarlo para vivir de él, ¿o sobrevivir?, sabe muy bien que una mala noche puede ser la última de su vida y para su familia convertirse en una gran tragedia. Pero los humanos somos así, desde antes de la época de los gladiadores romanos, desde que nuestros antecesores eran cavernícolas.  Es propia de nuestra condición animal y difícilmente desaparecerá, por lo menos en el presente siglo.

Se suma, el boxeo, a otras “diversiones” que requieren de valentía, temeridad y a veces de audacia irresponsable, como sucede con las competencias de autos, de motociclismo, ciclismo, las corridas de toros, el alpinismo, el paracaidismo, el escalamiento de montañas a rappel, etcétera. Y en casi todos los deportes siempre existe un porcentaje de riesgo de sufrir un daño físico o de perder la vida. Son múltiples los ejemplos de lo que conlleva nuestro dinámico e ineludible comportamiento.

Finalmente, el boxeo como las demás disciplinas nombradas viene a formar parte de la necesidad de satisfacer el goce de un sano entretenimiento. Con ello desahogamos nuestras propias ansiedades y nos deshacemos de las tensiones de toda una semana; con o sin bebidas embriagantes y de los alimentos chatarra de por medio, los que desafortunadamente se ingieren sin medida por quienes no quieren o no pueden controlar su adicción o su ingesta. Ello también es un extraordinario negocio para las compañías patrocinadoras de tales eventos, a las que sólo les interesa el lucro.


En esta ocasión no vimos triunfar a nuestro paisano pero aceptamos que también gozamos con la victoria del contrario. ¿O no?

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