Aprender a beber con moderación.


Como acostumbro desde hace más de tres décadas, el último día del año viejo y el primero del que se inicia, salí a caminar y luego a trotar después de las siete de la mañana. En ambos casos escogí una ruta diferente. En la primera me dirigí hacia San Felipe del Agua y al día siguiente preferí el trayecto hacia el paseo Juárez. Dos situaciones más o menos semejantes pude observar en mis recorridos: grupos de jóvenes alrededor de sus automóviles, con sus vasos cargados de alguna bebida embriagante daban rienda suelta a su alegría con una farra que se había prolongado por lo menos desde la noche previa.

En el primer caso únicamente se veían los desfiguros y se escuchaban las palabras incoherentes y las risotadas de quienes festejaban “entre cuates”, pero en el segundo era claro que al salir de un nuevo restaurante bar, dos de los mozalbetes querían pasar de los insultos a los golpes en medio de una retahila de maldiciones de sus respectivos acompañantes. Afortunadamente, me di cuenta que no dirimieron sus diferencias por medio de la violencia física y que optaron por abordar sus respectivos automóviles para seguir su fiesta en otro lugar.

No me escandalizan estos hechos ni quiero adoptar una postura moralista, pues yo también fui joven y varias veces vi nacer un nuevo día luego de una noche de intenso intercambio del clásico choque de copas.  Lo preocupante es que las nuevas generaciones de hombres y mujeres no aprendan a beber con moderación y lo más pronto posible eviten llegar al extremo de perder el control con las consecuencias que son del dominio público. El problema es que ahora, como nunca antes, los jóvenes son atraídos por la enorme publicidad que se da al consumo de bebidas alcohólicas y contribuye a esto último el relajamiento existente en los hogares, por padres de familia que no hacen nada por evitar que sus hijos terminen sus días de juventud en una prisión, en una silla de ruedas, en las filas de los llamados “escuadrones de la muerte”, o lo que es peor, convertidos en cenizas en el nicho de algún cementerio.

No se cuándo surgió la costumbre de permitir que los jóvenes salgan de sus hogares tan luego concluye la cena y el brindis la noche del 31 de diciembre. Lo que sí recuerdo es que cuando era soltero mi padre nos advertía a todos los hijos que a nadie permitiría salir de casa la Nochebuena ni en el Año Nuevo, así es que todos nos ajustábamos al “reglamento paterno” y como buenos cristianos celebrábamos en casa con toda la familia hasta muy prolongadas horas de la noche. De esa manera no pasaba absolutamente ningún desaguisado y la mayoría ya estábamos listos para el “recalentado” alrededor del mediodía siguiente.

Actualmente esa regla, por así decirlo, se rompió en muchos hogares, donde consideran como lo más normal permitir que los hijos, de ambos sexos, salgan a divertirse con sus amistades a los llamados antros y que retornen a casa incluso al otro día en las condiciones en que se encuentren, pues total son días de fiesta y de jolgorio; pobrecitos, que disfruten de sus vacaciones. De ahí que no es de extrañar el incremento de los accidentes de tránsito, del número de hospitalizados que requieren atención médica de urgencia o de terapia intensiva y de las defunciones.

En algún momento se inventó el recurso del “conductor designado” para que el seleccionado se abstenga de beber licor, confiriéndole la responsabilidad de trasladar a  sus hogares a los demás ocupantes del automóvil, medida malévola y perversa de las compañías productoras de bebidas embriagantes, porque tras una supuesta medida de control enmascaran su verdadero objetivo: seguir ofertando su producto a los que no conducen un vehículo de motor, aunque se caigan de borrachos. Valiéndose más o menos del mismo concepto mercantilista, resulta que ahora existen empresas que ofrecen sus servicios a quienes desean pasarse de tragos, sin preocuparse aparentemente de nada, o cuando más dando tumbos o brindando su espectáculo al vecindario del brazo de un empleado de la compañía contratada.

Así es que por medio de una determinada cantidad los interesados pueden tener a su puerta un conductor e incluso con automóvil de la empresa.
Por otra parte, ahora está de moda el uso del alcoholímetro dirigido a la detección de infractores a la medida  permitida de alcohol para conducir un vehículo de motor. Control que  ya aplica no sólo en el Distrito Federal y en casi todas las ciudades que son capital de una entidad federativa; sin embargo, únicamente está dirigida al conductor y no tiene efectos en los demás ocupantes del vehículo, lo que permite, en cierto modo, que continúe la ingestión exagerada de bebidas embriagantes; es decir, es un paliativo que reduce el riesgo de causar un accidente de tránsito más no el problema de fondo.

Lo más sano es que nuestros jóvenes aprendan, como ya lo expresé anteriormente, a beber licor de manera moderada; que reconozcan que existe un umbral entre mantener el control físico y mental para actuar de manera apropiada en todos los sentidos y que si no se respeta  es irremisible la pérdida del control con todas sus consecuencias. Eso es lo que yo llamo el hábito del buen beber, porque si usted está de acuerdo ¿no es muy agradable ingerir una cerveza o una copa de vino tinto o blanco con los alimentos algún día de la semana? o ¿una copa de un buen brandy, de ron, whiskey, vodka, tequila, mezcal o coñac, en un determinado evento social? En ese sentido es muy conocido el hecho de que Jesucristo mismo convirtió el agua en vino, en uno de los milagros más portentosos que se le conocen; y existe un viejo estribillo que dice: “El que a este mundo vino, si no toma vino, ¿entonces a qué vino?”

Una excelente medida para que los jóvenes moderen su forma de beber es el ejercicio físico todos los días, por lo menos una hora. Así se mantienen saludables y alejados del abuso del licor y de otras adicciones como el tabaquismo. Hay que empezar hoy.

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