Nuevos mexicanos en la primavera.
Cada año fallecen en el país
alrededor de 480 mil personas y nace un promedio de dos millones de nuevos
mexicanos, esto quiere decir que hay un balance positivo de casi millón y medio
de ciudadanos que vienen a sumarse a la población existente; obviamente no
todos los recién nacidos van a sobrevivir, pero más del 95% llegan a cumplir su
primer aniversario y su generación puede llegar a hacer efectiva una esperanza
de vida cercana a los 80 años, en el caso de las mujeres y de 75 en lo que se
refiere a los hombres. Por supuesto son menores los promedios en el área rural.
Un determinado porcentaje de
individuos logra rebasar esas edades, pocos alcanzan el siglo; cuando estos
últimos fallecen la causa se atribuye generalmente a la famosa “falla orgánica
múltiple” que termina en el paro cardiorespiratorio, es decir, la muerte por
vejez, cuando todos los órganos, aparatos y sistemas se niegan prácticamente a
seguir funcionando, porque ya llegaron al límite de su reloj biológico, de tal
manera que es posible que en cualquier momento, sin previa agonía ni aparente
sufrimiento, las personas emiten su último suspiro, quedando, a los ojos de sus
familiares, como si estuvieran dormidos.
Pero la razón de este
artículo finalmente es otra, la que tiene que ver con lo que implica el
impresionante crecimiento de la población en México y en cualquier otro país
con características demográficas semejantes, en cuanto a la relación
mortalidad-natalidad y sus efectos consiguientes.
Estas elucubraciones vinieron
a mi mente mientras recorría, de la Delegación Miguel Hidalgo, en el Distrito
Federal al municipio de Coacalco en el Estado de México, utilizando para ello
diversos medios de transporte urbano: el Metro, de la estación Bellas Artes a
Hidalgo, luego de ésta a la terminal en los Indios Verdes, un desvencijado
autobús hasta el municipio de Ecatepec de Morelos donde, acompañado de dos de
mis hermanas abordamos un taxi que tardó casi 45 minutos para llegar a nuestro
destino final, donde tuvo lugar un acto religioso y enseguida el social, con
motivo de la graduación de una nueva generación de Licenciados en
Administración por la Universidad del Valle de México.
Permítaseme decir que uno de
los graduados es uno de mis hermanos, Mauricio, del que nos sentimos orgullosos
toda la familia por haber concluido su segunda profesión, muy relacionada con
la primera.
Pues bien, durante el
mencionado trayecto, casi desde que salí del céntrico hotel donde me hospedé,
pude observar, en medio de un verdadero maremágnum de personas de todas las
edades y de ambos sexos, la gran cantidad de mujercitas cuyo embarazo ya es lo
bastante notorio como para no darse cuenta de su natural estado, mismas que
darán a luz en no más de dos meses, es decir en plena primavera.
Pero esa misma imagen, lo
mismo al atravesar la Alameda Central de la ciudad de México que en el interior
del popular transporte colectivo, después en los andenes y pasillos de su
estación terminal y posteriormente ¡en el mismo convivio de graduación!, la
podemos observar en cualquier ciudad de la República Mexicana, y eso que ya
descendieron de manera significativa la fecundidad y la natalidad, si las
comparamos con las tasas registradas para dichos indicadores demográficos de
hace apenas cuatro décadas.
En Por Salud Pública del pasado 21 de octubre, mencioné que la
población mundial está creciendo a un ritmo frenético, a razón de 55 millones
por año, es decir, ¡poco más de un millón por semana! Esta cifra equivale a
“fundar” una nueva ciudad de esa magnitud cada ocho días. Pues bien, nuestro
país contribuye con su aportación de nuevas vidas al planeta en que vivimos. Los
nuevos mexicanos que nacen cada año, representan el enorme reto de ofrecerles
todos los servicios a que tienen derecho, como si se fundara en el país una
nueva ciudad de casi millón y medio de almas en ese lapso tan corto de tiempo.
Aún así nos preocupamos porque nuestros hijos se reproduzcan. Luego decimos,
como en el caso de mi hija y mi yerno que nos harán abuelos a su madre y a mí
en fecha próxima: ¡Bienvenida la nieta!
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