Megalópolis.

En el número de enero del presente año de la prestigiada revista National Geographic, el tema central fue: “Población 7000 millones”, refiriéndose desde luego al número de habitantes y más en detalle a los que se estima para cuando concluya el 2011. En interiores, se expresa…”Se calcula que la población global ascenderá a 9000 millones en 2045. ¿Soportará el planeta semejante presión? Posteriormente, en la misma revista, pero del mes de marzo, aparece una fotografía verdaderamente espeluznante de la Ciudad de México, cuya nota adjunta hace alusión a la superexpansión urbana en la quinta zona metropolitana más grande del mundo, acotando también que…”En las atestadas barriadas, la necesidad de agua limpia y servicios sanitarios es apremiante”.

La fotografía en mención se tomó de algunos de los lomeríos que circundan al Distrito Federal y al Estado de México, los que prácticamente están fusionados, dificultándose, a primera vista, el establecimiento de los límites geográficos entre ambas entidades federativas. Puede decirse que no ha quedado ningún rastro natural que pudiera identificar lo que algún día fueron pequeñas montañas con su flora y fauna propias del valle del Anáhuac, lo que me consta, porque luego de andar como judíos errantes en varias Delegaciones del Distrito Federal, mi padre terminó por adquirir una casa habitación en uno de los primeros fraccionamientos que se erigieron en el municipio de Ecatepec de Morelos.

En ese entonces, al término del verano y comienzo del otoño, era común observar que familias enteras se desplazaban a las colinas o faldas de las montañas que rodean a San Cristóbal Ecatepec, como día de campo, ocasión que era aprovechada para “cosechar”, por así decirlo, los frutos de la madre naturaleza (nopales, tunas, verdolagas, etc.) y cazar uno que otro conejo silvestre, sin que hubiera ningún reclamo de nadie. Los más atrevidos llegaban a los llamados “ojos de agua”, que eran un verdadero deleite, pues se trataba de manantiales de agua cristalina en constante movimiento, que descendía de la montaña  pero que en determinados lugares parecía estacionarse al formarse pequeños cuencos donde podían meterse a nadar chicos y grandes.
Con el tiempo todo eso se acabó, pues los terrenos de los alrededores comenzaron a poblarse de manera súbita y poco a poco, como si se tratara de ganarle espacio a la naturaleza, los fraccionadores primero y luego las familias de menos recursos, iniciaron una verdadera acción depredadora al rodear y prácticamente estrangular la totalidad de las montañas del mencionado municipio. Desde la Ciudad de México parecieron surgir una serie de tentáculos hacia el Estado vecino, construyéndose un número creciente de avenidas y carreteras, entre las que destaca la autopista que une a la primera con la ciudad de Pachuca en el Estado de Hidalgo. Pero de la misma manera la gigantesca amiba urbana se extendió hacia los cuatro puntos cardinales, devorando todo a su paso.

Apenas el sábado pasado tuve la oportunidad de darme cuenta con asombro del desmedido crecimiento de la mancha urbana en el municipio de Ecatepec, por cierto uno de las de mayor extensión y población del Estado de México. Del centro de aquel, me dirigí con mi esposa en un taxi hasta uno de los nuevos fraccionamientos pomposamente llamados residenciales de Ojo de Agua, recorrido que nos llevó fácilmente treinta minutos y que nos permitió observar los múltiples fraccionamientos que por ese rumbo han surgido, con casas habitación construidas en un palmo de terreno, todas iguales, pintadas de un solo color y con espacio para el estacionamiento de un automóvil compacto.

Eso sí, no faltan las denominadas plazas comerciales donde predominan las tiendas de autoservicio de las más conocidas trasnacionales y las cadenas de restaurantes de comida rápida. Por cierto, sus áreas de estacionamiento estaban totalmente saturadas y fuera de ellas, en las múltiples arterias que confluyen en grandes avenidas, los vehículos circulaban sin parar en ambos sentidos, en un ir y venir impresionante.

Nos llamó la atención la carencia de áreas deportivas, parques, jardines y otros sitios de entretenimiento. Puede decirse que ni los fraccionadores, ni el gobierno municipal, ni los propios habitantes se han preocupado por sembrar árboles ni plantas de ornato en cantidad suficiente; es obvio que existen sus excepciones, pero son las menos; por lo mismo, aquello parece un páramo triste, por el que circulan los vientos cargados de cantidades significativas de polvo proveniente de todos lados.

Entre ese paisaje, que nos adelanta un poco de lo que vendrá después en la enorme megalópolis que engloba al Distrito Federal con los Estados vecinos, los fraccionamientos que se han construido con una conciencia ambientalista y de seguridad, como al que conocimos el fin de semana, son como un oasis en el desierto. A pesar de ello, sus casas habitación, con un concepto modernista y un diseño muy atractivo, distintos totalmente a las de interés social, apenas permiten vivir con cierto decoro, pues sus interiores, que constan de una pequeña sala y comedor, cocina integral equipada, alacena, cuarto de servicio, medio baño en la planta baja, tres recámaras con un baño completo comunitario en la planta alta, patio trasero de aproximadamente 24 metros cuadrados y estacionamiento para dos automóviles, apenas cubren las necesidades de una familia compuesta de cuatro personas. Lo que viene a ser un plus son las áreas verdes que se encuentran entre las vialidades internas del fraccionamiento y el sistema de doble seguridad a base de puertas que sólo se abren automáticamente por control remoto y por la presencia de guardias con armas de fuego.

Como ven, estimados lectores, me he referido a las familias que con grandes esfuerzos pagan a crédito su vivienda. ¿Qué será de los parias sin destino?

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