#Somos 132: ¡Estamos hasta la madre!
Este artículo tiene que ver con la segunda parte del título, nada más, pero he tenido que hacer uso de él para situar la atención de nuestros amables lectores, algunos de los cuales seguramente viven en la colonia Reforma de esta ciudad capital y caminan o circulan en sus automóviles en la calle de Azucenas. Pues bien, exactamente en el número 610, a una cuadra de una gran tienda de autoservicio que recién acaba de cumplir un año de operaciones, se encuentra el llamado Centro de Encuentros y Diálogos Interculturales (CEDI), de la Universidad de la Tierra <así dice ahí> y en la fachada de ese inmueble fue colocado un cartel enlonado, que hasta la fecha permanece intacto, donde se lee el título de este artículo. La verdad no recuerdo cuándo se les ocurrió ponerlo, lo cual es lo de menos, pero sí fue alrededor del pasado primero de julio cuando acudimos a las urnas a ejercer el derecho ciudadano de emitir nuestro voto.
No se si quitarán y guardarán dicha lona después del primero de diciembre de este año u optarán porque permanezca en ese sitio mientras dura la gestión del presidente electo Enrique Peña Nieto, pues es lógico pensar que dicho mensaje no es más que una manera de expresar repudio e inconformidad ante el resultado que favoreció al candidato del Partido Revolucionario Institucional, quien ya realiza su segunda gira internacional por varios países de Europa, como un preámbulo a su toma de posesión en menos de 50 días.
Ni me motiva ni me preocupa meterme en los intríngulis del tan morrocotudo asunto del movimiento #Yo soy 132, y, como ya lo dije, lo que me interesa es la segunda parte del rimbombante título de este artículo, pues tal expresión tan popularmente mexicana viene al caso porque me permite abordar, aunque sea a volapié, un asunto que tiene que ver con la salud pública, se trata del ruido que tenemos que soportar los vecinos de todas las colonias de nuestra ciudad, ruido que rebasa el nivel de decibeles que es aceptable para el oído humano. No es simplemente una molestia sanitaria, los daños a la salud van más allá, pues ocasionan, por lo menos, situaciones de ansiedad y estrés individual y colectivo. ¿Quiénes son los causantes de nuestro diario desasosiego? Ahí le van unos cuantos: los vehículos que transportan y distribuyen gas doméstico, los vendedores de toda clase de alimentos callejeros, pero sobre todo los que se valen de un triciclo y aparato de sonido en mano para gritar a todo pulmón la venta de atole y tamales, también los que circulan vendiendo agua embotellada de una determinada marca comercial, los que por los menos tres veces a la semana irrumpen en el vecindario gritando que compran fierro viejo, colchones usados y una serie de trebejos, también los que en medio de un sonido infernal, que sale de las entrañas de una especie de diminuta locomotora, ofrecen camotes y plátano macho asados a la leña, los que anuncian que venden pollo destazado, pan blanco y de dulce, los que ofrecen tortillas que conservan todavía el calor del comal y la campana del carro de la basura. ¡Ah!, me faltaba mencionar a los que venden helados y paletas. Algunos de estos anunciantes callejeros por lo menos se valen de algún tipo de música que no es tan desagradable, lo que les permite ser identificados de inmediato, pero la mayoría emite sonidos que a veces le ponen a uno los pelos de punto, por no decir otra cosa.
Las preguntas obligadas son: ¿Esto es normal que suceda en las áreas urbanas de todo el mundo?; ¿Debemos aceptar a pie juntillas que ocurra este fenómeno social como lo más natural de nuestra diaria convivencia? Es obvio que la respuesta a ambos cuestionamientos es no; entonces, ¿Qué procede, en caso de estar en desacuerdo con semejante problema, para limitarlo por lo menos? Independientemente de que este es un asunto de índole cultural de nuestra sociedad y de que es respetable el derecho a ganarse el sustento de todos los que nos agreden con su ruido, sin embargo, es necesario y conveniente que se aplique la normatividad vigente en la materia. ¿O vamos a permanecer así de manera indefinida? ¿Cuál ha de ser nuestra intervención como sociedad ambientalista?
No se si quitarán y guardarán dicha lona después del primero de diciembre de este año u optarán porque permanezca en ese sitio mientras dura la gestión del presidente electo Enrique Peña Nieto, pues es lógico pensar que dicho mensaje no es más que una manera de expresar repudio e inconformidad ante el resultado que favoreció al candidato del Partido Revolucionario Institucional, quien ya realiza su segunda gira internacional por varios países de Europa, como un preámbulo a su toma de posesión en menos de 50 días.
Ni me motiva ni me preocupa meterme en los intríngulis del tan morrocotudo asunto del movimiento #Yo soy 132, y, como ya lo dije, lo que me interesa es la segunda parte del rimbombante título de este artículo, pues tal expresión tan popularmente mexicana viene al caso porque me permite abordar, aunque sea a volapié, un asunto que tiene que ver con la salud pública, se trata del ruido que tenemos que soportar los vecinos de todas las colonias de nuestra ciudad, ruido que rebasa el nivel de decibeles que es aceptable para el oído humano. No es simplemente una molestia sanitaria, los daños a la salud van más allá, pues ocasionan, por lo menos, situaciones de ansiedad y estrés individual y colectivo. ¿Quiénes son los causantes de nuestro diario desasosiego? Ahí le van unos cuantos: los vehículos que transportan y distribuyen gas doméstico, los vendedores de toda clase de alimentos callejeros, pero sobre todo los que se valen de un triciclo y aparato de sonido en mano para gritar a todo pulmón la venta de atole y tamales, también los que circulan vendiendo agua embotellada de una determinada marca comercial, los que por los menos tres veces a la semana irrumpen en el vecindario gritando que compran fierro viejo, colchones usados y una serie de trebejos, también los que en medio de un sonido infernal, que sale de las entrañas de una especie de diminuta locomotora, ofrecen camotes y plátano macho asados a la leña, los que anuncian que venden pollo destazado, pan blanco y de dulce, los que ofrecen tortillas que conservan todavía el calor del comal y la campana del carro de la basura. ¡Ah!, me faltaba mencionar a los que venden helados y paletas. Algunos de estos anunciantes callejeros por lo menos se valen de algún tipo de música que no es tan desagradable, lo que les permite ser identificados de inmediato, pero la mayoría emite sonidos que a veces le ponen a uno los pelos de punto, por no decir otra cosa.
Las preguntas obligadas son: ¿Esto es normal que suceda en las áreas urbanas de todo el mundo?; ¿Debemos aceptar a pie juntillas que ocurra este fenómeno social como lo más natural de nuestra diaria convivencia? Es obvio que la respuesta a ambos cuestionamientos es no; entonces, ¿Qué procede, en caso de estar en desacuerdo con semejante problema, para limitarlo por lo menos? Independientemente de que este es un asunto de índole cultural de nuestra sociedad y de que es respetable el derecho a ganarse el sustento de todos los que nos agreden con su ruido, sin embargo, es necesario y conveniente que se aplique la normatividad vigente en la materia. ¿O vamos a permanecer así de manera indefinida? ¿Cuál ha de ser nuestra intervención como sociedad ambientalista?
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