Descanse en paz.
Voy a meterme en terrenos movedizos harto complicados por las implicaciones que resultan de abordar temas que ponen en franca confrontación el conocimiento científico, con los dogmas de las distintas religiones que profesa la humanidad. Entrando en materia, enterrar a nuestros difuntos es un rito tradicional milenario que obedece, entre otras situaciones, al proceso de descomposición de los cadáveres, que obliga a deshacerse de ellos por la molestia que causa el olor pútrido que emana de sus entrañas, otra es por la idea de que mantenerlos a cielo abierto puede ser causa de alguna epidemia, aunque de acuerdo a la OMS esto es un mito, y una más tiene que ver con el dolor que implica observar la destrucción paulatina e inexorable de los restos mortales de un ser querido. Ahora bien, desde el punto de vista científico el acto de morir conduce irremediablemente al cuerpo humano a que ocurra tal destrucción, de la que se han documentado cuatro fases y 26 etapas.
Al cabo de cinco a siete años después de un entierro clásico, prácticamente se habrán agotado todas las fases y etapas antes referidas y únicamente perdurará la osamenta. Naturalmente que hasta los huesos se harán polvo y desparecerá todo rastro de un individuo con el paso del tiempo. Si se opta por la incineración o cremación, cuyo uso se extiende más cada día, prácticamente se habrá evitado gran parte del proceso antes mencionado, aunque entre las 24 y 36 horas después de declararse la muerte bien pudieron ocurrir más de 20 etapas hacia la putrefacción. De cualquier manera, es el fin, desde el punto de vista biológico.
Para las religiones, en el acto de morir el cuerpo se corrompe, pero el alma sobrevive, como sucede con la religión católica. En esta el acto de morir conduce al descanso eterno, pero el alma, que es un elemento subjetivo y una especie de espíritu intangible, puede ir al cielo o al infierno según el comportamiento en vida del finado. La misma creencia la tienen los musulmanes. La eternidad se expresa una y otra vez en el catolicismo como puede observarse en la oración de profesión de fe en la que el Dios cristiano “está sentado a la derecha del Padre y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin”. El Credo concluye con la frase: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”. Así mismo, después de la comunión el sacerdote expresa: “El cuerpo y la sangre de Cristo nos guarde para la vida eterna” y se atribuye a Jesucristo la frase “Yo soy la verdad y la vida, quien cree en mi no morirá”. Para los budistas la muerte no es sino un tránsito y los hinduistas creen en la reencarnación en la que el alma renace en otro cuerpo no necesariamente humano.
Cuando una persona fallece si lo hizo tras un corto o prolongado sufrimiento tal vez sea válido expresar “Descanse en paz”, porque efectivamente ha dejado atrás una etapa de dolor y de terribles molestias. ¿Podemos decir lo mismo cuando la muerte acontece en circunstancias distintas y el difunto de ninguna manera deseaba morir o irse a “descansar”?
Finalmente, si aspiramos a la eternidad nadie sabe cómo será ese reino de paz; ¿con cuántos millones de almas compartiremos ese espacio?; ¿estarán incluidos todos los fallecidos desde los tiempos más remotos de la evolución humana?; en todo caso, realmente ¿cómo será ese mundo y a que nos vamos a dedicar?; ¿será cierto que al final de los tiempos y para el “juicio final” todos tendremos que localizar nuestro cuerpo dónde quedó?; ¿y si ya se volvió polvo o está en un nicho, producto de la incineración, volveremos a adquirir la forma humana? La verdad es muy atrevido asegurar o garantizar una respuesta razonable y sensata, porque no existe evidencia alguna que demuestre la existencia de lo que sólo cabe en la imaginación. La fe en la resurrección tiene un sólido fundamento en el portentoso volver a la vida de Lázaro y del propio Jesucristo, quien demostró varias veces en su tiempo semejante milagro. En la religión católica hay una frase que dice “dichosos los que creen sin haber visto”. Somos, los humanos tan frágiles y tan temerosos que tenemos que asirnos a un acto de fe para no pensar que al morir todo se acabó.
Al cabo de cinco a siete años después de un entierro clásico, prácticamente se habrán agotado todas las fases y etapas antes referidas y únicamente perdurará la osamenta. Naturalmente que hasta los huesos se harán polvo y desparecerá todo rastro de un individuo con el paso del tiempo. Si se opta por la incineración o cremación, cuyo uso se extiende más cada día, prácticamente se habrá evitado gran parte del proceso antes mencionado, aunque entre las 24 y 36 horas después de declararse la muerte bien pudieron ocurrir más de 20 etapas hacia la putrefacción. De cualquier manera, es el fin, desde el punto de vista biológico.
Para las religiones, en el acto de morir el cuerpo se corrompe, pero el alma sobrevive, como sucede con la religión católica. En esta el acto de morir conduce al descanso eterno, pero el alma, que es un elemento subjetivo y una especie de espíritu intangible, puede ir al cielo o al infierno según el comportamiento en vida del finado. La misma creencia la tienen los musulmanes. La eternidad se expresa una y otra vez en el catolicismo como puede observarse en la oración de profesión de fe en la que el Dios cristiano “está sentado a la derecha del Padre y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin”. El Credo concluye con la frase: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”. Así mismo, después de la comunión el sacerdote expresa: “El cuerpo y la sangre de Cristo nos guarde para la vida eterna” y se atribuye a Jesucristo la frase “Yo soy la verdad y la vida, quien cree en mi no morirá”. Para los budistas la muerte no es sino un tránsito y los hinduistas creen en la reencarnación en la que el alma renace en otro cuerpo no necesariamente humano.
Cuando una persona fallece si lo hizo tras un corto o prolongado sufrimiento tal vez sea válido expresar “Descanse en paz”, porque efectivamente ha dejado atrás una etapa de dolor y de terribles molestias. ¿Podemos decir lo mismo cuando la muerte acontece en circunstancias distintas y el difunto de ninguna manera deseaba morir o irse a “descansar”?
Finalmente, si aspiramos a la eternidad nadie sabe cómo será ese reino de paz; ¿con cuántos millones de almas compartiremos ese espacio?; ¿estarán incluidos todos los fallecidos desde los tiempos más remotos de la evolución humana?; en todo caso, realmente ¿cómo será ese mundo y a que nos vamos a dedicar?; ¿será cierto que al final de los tiempos y para el “juicio final” todos tendremos que localizar nuestro cuerpo dónde quedó?; ¿y si ya se volvió polvo o está en un nicho, producto de la incineración, volveremos a adquirir la forma humana? La verdad es muy atrevido asegurar o garantizar una respuesta razonable y sensata, porque no existe evidencia alguna que demuestre la existencia de lo que sólo cabe en la imaginación. La fe en la resurrección tiene un sólido fundamento en el portentoso volver a la vida de Lázaro y del propio Jesucristo, quien demostró varias veces en su tiempo semejante milagro. En la religión católica hay una frase que dice “dichosos los que creen sin haber visto”. Somos, los humanos tan frágiles y tan temerosos que tenemos que asirnos a un acto de fe para no pensar que al morir todo se acabó.
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