Los gritos del hambre
Cuando se jubiló mi padre, Elías Ramírez López-Asiel, aplicó un estudio de mercado en el fraccionamiento donde vivía con mi familia en San Cristóbal Ecatepec, Estado de México; con paciencia y presentándose casa por casa el resultado que obtuvo le permitió establecer una mercería y bonetería, la cual estuvo ubicada en un sitio estratégico de la avenida principal, la Morelos; la llamó muy ad hoc “La agujita” y estuvo en ese sitio más o menos 15 años, constituyéndose en un éxito porque entonces no había ningún negocio parecido, por lo menos en la cabecera de tan enorme municipio. El principio de su aventura no fue nada fácil pues no tenía conocimiento alguno de lo que se oferta en un giro de esa naturaleza y porque en los últimos 20 años había trabajado en dos dependencias burocráticas del gobierno federal, la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, SCOP, y la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, SHCP. En ellas su presencia imponía, siempre vestido impecablemente de traje y con una gran personalidad. Hombre recto y de una sola línea de conducta, apegado estrictamente a la formalidad de leyes y reglamentos, cultivado, pleno de valores y principios a los que nunca renunció.
Más antes, cuando mi padre tan solo trabajaba en la hoy extinta SCOP tuvo que trabajar por la tarde y luego de noche, para poder cumplir con su función de proveedor de una familia numerosa, desempeñándose en trabajos tales como “parador de bolos” en el famoso Bol Silverio, ubicado en la calle de Sullivan, de la Ciudad de México; un desgraciado accidente en ese trabajo lo incapacitó por más de seis meses y lo llevó a retirarse del mismo; lo que generó una etapa de pobreza en la familia, en la que los tres primeros hijos, menores de 12 años, tuvimos que apoyar a nuestro padre, quien posteriormente fue jefe del turno de velada del enorme mercado de la Merced y más tarde ocupó el mismo puesto, pero en el servicio postal en la antigua Estación Pantaco de la delegación Azcapotzalco. Lo recuerdo también, pulcramente vestido con su bata gris, en estos dos últimos empleos. Cuando años más tarde dejó el servicio público, había sido Jefe de la Aduana en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México y luego Jefe del Departamento de Egresos, ambos puestos dependientes de la SHCP.
Se volvió a poner una bata gris en su querida “La agujita”, donde tuvo el apoyo de mi madre, Concepción Almanza Saucedo, quien lo instruyó, por así decirlo, de todo lo que tenía que surtirse para poder atender a una clientela creciente, lo que obligó a ambos a mantener abierta su tienda de 8:00 a 20:00 horas, de manera ininterrumpida. Era tal la afluencia de compradores que se vieron en la necesidad de ingerir sus alimentos en el ínterin, turnándose para no descuidar el negocio. Pero ese tren de vida se modificó drásticamente cuando las dueñas del local que rentaban mis padres les solicitaron su desocupación para poner una tienda, ¡que resultó ser del mismo giro! ¿Se dan cuenta de la maldad? Aquí cabe el refrán que dice que “Nadie sabe para quién trabaja”. “La Agujita” cambió de domicilio a un pequeño local que la familia construyó en lo que era la cochera de la casa y como la calle no tenía el movimiento de la gran avenida, la clientela disminuyó considerablemente, pues la mayoría optó por la novedad de la recién inaugurada mercería. Así llegó mi padre a los 75 años. En una de mis visitas estaba en plena plática con él en su pequeña tiendita, cuando escuchamos a una persona que gritaba desaforadamente para promocionar su producto. Le pregunté a mi padre qué cosa era eso, a lo que contestó “son los gritos del hambre, que demuestran la necesidad de la gente”. Ahora, a 20 años de ese momento, cada vez que escucho pasar por mi calle a los vendedores que gritan para ofrecer toda clase de alimentos, productos, bienes y servicios, recuerdo a mi padre y su frase; pero también el periodo de pobreza extrema cuando con mis hermanas María del Rosario y Ana María Guadalupe, tuvimos que vender gelatinas elaboradas por mi madre, ellas en la puerta de la casa y yo recorriendo las calles de la colonia Romero Rubio, teniendo que gritar para venderlas. Mis padres ya no viven, pero están en mi mente y en mi corazón.
Más antes, cuando mi padre tan solo trabajaba en la hoy extinta SCOP tuvo que trabajar por la tarde y luego de noche, para poder cumplir con su función de proveedor de una familia numerosa, desempeñándose en trabajos tales como “parador de bolos” en el famoso Bol Silverio, ubicado en la calle de Sullivan, de la Ciudad de México; un desgraciado accidente en ese trabajo lo incapacitó por más de seis meses y lo llevó a retirarse del mismo; lo que generó una etapa de pobreza en la familia, en la que los tres primeros hijos, menores de 12 años, tuvimos que apoyar a nuestro padre, quien posteriormente fue jefe del turno de velada del enorme mercado de la Merced y más tarde ocupó el mismo puesto, pero en el servicio postal en la antigua Estación Pantaco de la delegación Azcapotzalco. Lo recuerdo también, pulcramente vestido con su bata gris, en estos dos últimos empleos. Cuando años más tarde dejó el servicio público, había sido Jefe de la Aduana en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México y luego Jefe del Departamento de Egresos, ambos puestos dependientes de la SHCP.
Se volvió a poner una bata gris en su querida “La agujita”, donde tuvo el apoyo de mi madre, Concepción Almanza Saucedo, quien lo instruyó, por así decirlo, de todo lo que tenía que surtirse para poder atender a una clientela creciente, lo que obligó a ambos a mantener abierta su tienda de 8:00 a 20:00 horas, de manera ininterrumpida. Era tal la afluencia de compradores que se vieron en la necesidad de ingerir sus alimentos en el ínterin, turnándose para no descuidar el negocio. Pero ese tren de vida se modificó drásticamente cuando las dueñas del local que rentaban mis padres les solicitaron su desocupación para poner una tienda, ¡que resultó ser del mismo giro! ¿Se dan cuenta de la maldad? Aquí cabe el refrán que dice que “Nadie sabe para quién trabaja”. “La Agujita” cambió de domicilio a un pequeño local que la familia construyó en lo que era la cochera de la casa y como la calle no tenía el movimiento de la gran avenida, la clientela disminuyó considerablemente, pues la mayoría optó por la novedad de la recién inaugurada mercería. Así llegó mi padre a los 75 años. En una de mis visitas estaba en plena plática con él en su pequeña tiendita, cuando escuchamos a una persona que gritaba desaforadamente para promocionar su producto. Le pregunté a mi padre qué cosa era eso, a lo que contestó “son los gritos del hambre, que demuestran la necesidad de la gente”. Ahora, a 20 años de ese momento, cada vez que escucho pasar por mi calle a los vendedores que gritan para ofrecer toda clase de alimentos, productos, bienes y servicios, recuerdo a mi padre y su frase; pero también el periodo de pobreza extrema cuando con mis hermanas María del Rosario y Ana María Guadalupe, tuvimos que vender gelatinas elaboradas por mi madre, ellas en la puerta de la casa y yo recorriendo las calles de la colonia Romero Rubio, teniendo que gritar para venderlas. Mis padres ya no viven, pero están en mi mente y en mi corazón.
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