Primero las bacterias ahora los virus
Durante mi formación como futuro médico me causó un gran impacto el conocimiento del mundo de la microbiología y de la inmunología. En ese entonces, hace poco más de 50 años, había un claro predominio de las bacterias como causantes de las enfermedades infecciosas, también denominadas infectocontagiosas y transmisibles; al decir esto es que ya se conocían otros microorganismos como los virus y las rickettsias, así como las enfermedades causadas por ellos, pero la guerra médica estaba más que declarada contra las primeras, es decir, las bacterias, con el extraordinario soporte del advenimiento de los antibióticos a partir del descubrimiento de la penicilina el 28 de septiembre de 1928 por el médico y científico británico Alexander Fleming.
Desde entonces, ya se sabía, como hasta la fecha, que para los virus, no había modo de destruirlos con medicamento alguno y que la solución tendría que ser la vacunación, como lo había demostrado el médico británico Edward Anthony Jenner, llamado “el padre de la inmunología”, cuando el 14 de mayo de 1796 inoculó a James Phipps, un niño de 8 años, el pus de las ampollas ocasionadas por la temida viruela y posteriormente demostró que había quedado inmune de la enfermedad; casi un siglo después, el 6 de julio de 1885 el químico, físico, matemático y bacteriólogo francés Louis Pasteur, luego de aplicar su vacuna al joven Josep Meister, que había sido mordido 14 veces por un perro, comprobó que su biológico también podía lograr la inmunidad como medida de prevención contra la rabia.
Ya en el siglo XX, el médico cubano Carlos Juan Finlay y Barrés, descubrió y describió al mosquito Aedes aegypti, transmisor del virus de la fiebre amarilla, cuya vacuna se ha empleado desde hace más de 60 años. Posteriormente, en 1952 el Dr. Jonas Salk, en los Estados Unidos de América, creó la primera vacuna contra la poliomielitis en 1952, aunque se dio a conocer hasta 1955. A partir de entonces la ciencia médica y la tecnología han avanzado a pasos agigantados, de tal manera que ahora se dispone de vacunas contra los virus del sarampión, rubeola, varicela, hepatitis B, el cáncer cérvico uterino (virus del papiloma humano o VPH), parotiditis, encefalitis japonesa, las infecciones por rotavirus, y más recientemente la influenza y sus distintas cepas. Otras vacunas, pero para la prevención de enfermedades producidas por bacterias son, por ejemplo, las de la tosferina, tétanos, tuberculosis, cólera y fiebre tifoidea, causados por Bordetella pertussis, Clostridium tetani, Micobacterium tuberculosis, Vibrio cholerae y Salmonella typhi, respectivamente.
A pesar de los portentosos adelantos de la humanidad, sin embargo, aún no podemos estar a salvo de una pandemia de la magnitud como la del SARS-CoV-2. Estamos, desde hace casi 50 años a merced de “nuevas” o “emergentes” enfermedades transmisibles, producidas por virus. Ahora el ataque a los humanos es por estos microorganismos, tan pequeños que solo se pueden observar por medio de un microscopio electrónico. Así conocimos la aparición de los virus del Dengue, de la Inmunodeficiencia Humana, VIH, Ébola, Chikungunya, Zika, Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS), Influenza AH1N1 y sus cepas variantes, Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS) y ahora del COVID-19. Todavía más, nos quedan por enfrentar a los microorganismos más pequeños que los virus: las Ricketssias, causantes del tifus clásico, el tifus murino, la fiebre de las Montañas Rocosas, la Enfermedad de Lime y la Fiebre botonosa mediterránea, entre otras. Desde tiempos inmemoriales los humanos han enfrentado a los llamados microbios. Millones han muerto a causa de sus efectos. La Pasteurella pestis, un bacilo, fue causante de la peste pulmonar, de la bubónica y de la septicémica. Fueron el terror durante siglos. Y como esas enfermedades también el cólera, la viruela, y en menor medida, la fiebre amarilla, el paludismo, la tuberculosis, la sífilis, la lepra y otras. Para gran parte de ellas no hubo tratamiento o vacuna alguna hasta hace menos de 100 años. Y hoy tenemos nuestra esperanza puesta en otra vacuna, contra el COVID-19. ¡Qué frágiles somos!
Desde entonces, ya se sabía, como hasta la fecha, que para los virus, no había modo de destruirlos con medicamento alguno y que la solución tendría que ser la vacunación, como lo había demostrado el médico británico Edward Anthony Jenner, llamado “el padre de la inmunología”, cuando el 14 de mayo de 1796 inoculó a James Phipps, un niño de 8 años, el pus de las ampollas ocasionadas por la temida viruela y posteriormente demostró que había quedado inmune de la enfermedad; casi un siglo después, el 6 de julio de 1885 el químico, físico, matemático y bacteriólogo francés Louis Pasteur, luego de aplicar su vacuna al joven Josep Meister, que había sido mordido 14 veces por un perro, comprobó que su biológico también podía lograr la inmunidad como medida de prevención contra la rabia.
Ya en el siglo XX, el médico cubano Carlos Juan Finlay y Barrés, descubrió y describió al mosquito Aedes aegypti, transmisor del virus de la fiebre amarilla, cuya vacuna se ha empleado desde hace más de 60 años. Posteriormente, en 1952 el Dr. Jonas Salk, en los Estados Unidos de América, creó la primera vacuna contra la poliomielitis en 1952, aunque se dio a conocer hasta 1955. A partir de entonces la ciencia médica y la tecnología han avanzado a pasos agigantados, de tal manera que ahora se dispone de vacunas contra los virus del sarampión, rubeola, varicela, hepatitis B, el cáncer cérvico uterino (virus del papiloma humano o VPH), parotiditis, encefalitis japonesa, las infecciones por rotavirus, y más recientemente la influenza y sus distintas cepas. Otras vacunas, pero para la prevención de enfermedades producidas por bacterias son, por ejemplo, las de la tosferina, tétanos, tuberculosis, cólera y fiebre tifoidea, causados por Bordetella pertussis, Clostridium tetani, Micobacterium tuberculosis, Vibrio cholerae y Salmonella typhi, respectivamente.
A pesar de los portentosos adelantos de la humanidad, sin embargo, aún no podemos estar a salvo de una pandemia de la magnitud como la del SARS-CoV-2. Estamos, desde hace casi 50 años a merced de “nuevas” o “emergentes” enfermedades transmisibles, producidas por virus. Ahora el ataque a los humanos es por estos microorganismos, tan pequeños que solo se pueden observar por medio de un microscopio electrónico. Así conocimos la aparición de los virus del Dengue, de la Inmunodeficiencia Humana, VIH, Ébola, Chikungunya, Zika, Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS), Influenza AH1N1 y sus cepas variantes, Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS) y ahora del COVID-19. Todavía más, nos quedan por enfrentar a los microorganismos más pequeños que los virus: las Ricketssias, causantes del tifus clásico, el tifus murino, la fiebre de las Montañas Rocosas, la Enfermedad de Lime y la Fiebre botonosa mediterránea, entre otras. Desde tiempos inmemoriales los humanos han enfrentado a los llamados microbios. Millones han muerto a causa de sus efectos. La Pasteurella pestis, un bacilo, fue causante de la peste pulmonar, de la bubónica y de la septicémica. Fueron el terror durante siglos. Y como esas enfermedades también el cólera, la viruela, y en menor medida, la fiebre amarilla, el paludismo, la tuberculosis, la sífilis, la lepra y otras. Para gran parte de ellas no hubo tratamiento o vacuna alguna hasta hace menos de 100 años. Y hoy tenemos nuestra esperanza puesta en otra vacuna, contra el COVID-19. ¡Qué frágiles somos!
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