¡Aguiluchos, de pie!
Nuestro país fue objeto de ataques e invasiones a partir de la época de la Colonia Española, pues una y otra vez los piratas arribaron a aguas territoriales causando pavor entre la población y llevándose en sus famosos buques toda clase de bienes de los lugareños; en la etapa del México independiente, en un afán de expansionismo el entonces presidente de los Estados Unidos de Norte América ordenó la invasión de la incipiente república por tierra y mar sin encontrar realmente resistencia porque el país no estaba organizado y se veía envuelto en batallas locales en la lucha por el poder, constituyéndose el general Antonio López de Santa Ana en el personaje que una y otra vez asumió la presidencia de la república; de esa manera fuimos fácil carnada del ejército norteamericano de tal manera que en septiembre de 1847 tomó el poder de nuestra nación e izó su bandera en palacio nacional. A principios de 1848 se firmó un acuerdo-convenio que significó la pérdida de más del 50% de nuestro territorio.
Durante la presidencia del licenciado Benito Pablo Juárez García se desató un conflicto interno que duró tres años entre 1858 y 1860: la nefasta guerra ocurrió entre los ejércitos liberales del presidente Juárez y las tropas conservadoras del general Miguel Miramón quien desde el centro del país había sido ungido presidente de México. La guerra de tres años, conocida también como guerra de Reforma terminó con la victoria de don Benito Juárez y Miramón tuvo que exiliarse con su familia en Europa. La paz no duró mucho porque muy pronto el Emperador Napoleón III decidió invadir a México en 1862, y aunque sus ejércitos perdieron la famosa batalla del 5 de mayo en la ciudad de Puebla, con refuerzos impresionantes logró la conquista de nuestra nación al año siguiente, lo que permitió la intromisión y toma del poder por parte del emperador Maximiliano de Habsburgo. La guerra en Europa entre Francia y Prusia, el fracaso económico del sostenimiento de las tropas de Napoleón en México y la idea de los Estados Unidos de evitar el expansionismo de cualquier país europeo en el continente americano, determinaron la caída y fusilamiento del joven emperador de origen austriaco y de sus aliados los generales Miguel Miramón y Tomás Mejía. Hasta principios del siglo XX hubo otro intento de los Estados Unidos de invadir al país apoderándose de la ciudad y puerto de Veracruz, pero dicha amenaza fracasó finalmente. Desde entonces y hasta la fecha se terminaron las invasiones extranjeras.
Los hechos bélicos narrados brevemente dieron lugar a actos de heroísmo que ahora forman parte del catálogo histórico de México. Uno de ellos fue el que ocurrió el día 13 de septiembre de 1847 cuando el ejército norteamericano obtuvo fáciles batallas al llegar a las orillas de la ciudad de México, causando cientos de bajas en Padierna, Tacubaya, Churubusco, Molino del Rey y donde se encuentra el castillo de Chapultepec, donde se formaban las nuevas generaciones de oficiales de Guerra; operaba ahí el Colegio Militar; precisamente uno de sus valiosos elementos lo fue el general Miguel Miramón. En ese sitio perdieron la vida decenas de cadetes, pero los más reconocidos son: Juan Escutia, Fernando Montes de Oca, Juan de la Barrera, Agustín Melgar, Vicente Suárez y Francisco Márquez. Su heroísmo los llevó a que el gobierno de México construyera una plaza monumental con seis obeliscos que recuerdan a dichos cadetes en una planicie cercana al castillo de Chapultepec en la ciudad de México.
Hubo dos personajes en mi vida que influyeron profundamente en mi formación, los dos nacieron en la ciudad de La Paz, Baja California Sur, el profesor y licenciado Roberto Fort Amador y el Dr. Raúl Carrillo Silva. El primero de ellos fue mi profesor de cuarto, quinto y sexto año de instrucción primaria en la escuela “Roberto Lara y López”, que se ubica en la colonia Romero Rubio de la propia ciudad de México. Me parece que desde que me conoció cuando cursaba el cuarto año se dio cuenta de mis alcances para pulirme en el arte literario de la declamación, de tal modo que al año siguiente cuando tenía 11 años de edad, me involucró y me preparó arduamente para inscribirme en un concurso que tenía lugar en la ciudad de México. En varias semanas el profesor Fort Amador me tuvo listo para que cumpliéramos el objetivo, y de manera ininterrumpida obtuve el primer lugar en mi propia escuela, luego entre todas las escuelas de nuestra zona escolar y finalmente el segundo lugar entre todas las escuelas participantes de las zonas escolares de las entonces 16 delegaciones del Distrito Federal.
La poesía con su largo rosario de estrofas lleva por título “¡Aguiluchos, de pie!”, se convirtió para mí en un objeto de orgullo y satisfacción e incrementó sustancialmente mi autoestima. Más aún cuando fui objeto de un cálido homenaje organizado por las autoridades y profesores de mi querida escuela primaria. El día que obtuve ese segundo lugar todos los niños concursantes vestían sus mejores galas, los hombrecitos de traje sastre y las niñas con un novedoso atuendo; sin embargo, dada la pobreza de mi familia yo solo pude asistir con mi sencillo uniforme escolar. Esto sucedió en las instalaciones de la Secretaría de Educación Pública de México. Seguramente mi profesor Roberto Fort Amador ya descansa en paz en su tierra natal donde fundó la más grande notaría pública en el estado y yo conservo cada 13 de septiembre ese gran recuerdo de una poesía cuyo primer párrafo dice así: “a 37 años del Grito de Dolores, México certifica su valor otra vez; no es ahora la muestra contra los españoles, pero es septiembre, llueve y hay pasos invasores y nuestra águila azteca se revela otra vez”.
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